12.27.2006


FOTOS PARADISO








Desde el Cerro Bayo


¿Qué decir de Villa La Angostura? Un paisaje perfecto.

Lo disfruto con la certeza que no quedaré con la extraña  sensación de lejanía de unas postales, o la modorra en que me sumergen los inevitables álbunes de fotos de los recién conocidos.
Estoy convencida que un álbum familiar cobra vida, interesa y deleita cuando lo miran los protagonistas. Para el resto significa un amoroso acto que bien pone el sentido de amistad a prueba.
Ni que hablar cuando hay un dedo que recorre foto por foto y oficia de guía y si uno, audaz, comete el atrevimiento de adelantar unas hojas, el dedo porfiado del anfitrión vuelve a la que seguía en riguroso orden. Supongo ha de sentir algo así como si cercenáramos sin piedad una parte de su vida.

Mucho peor cuando nos condenan a mirar las 380 digitalizadas en la pantalla de un monitor.


Puerto Bahía Brava



En casa de mis viejos, en nuestros extraños encuentros familiares, las fotos salían de una enorme bolsa que desparramábamos sobre una cama o sobre el piso mismo. No había una secuencia, intentarla le hubiera significado a mamá un terrible dolor de cabeza. Nada menos que tener que armar el rompecabezas de su propia vida. Encima sin la posibilidad de revertir nada. Así, cualquiera de nuestros hijos con lomos de potro se volvía de repente gordito divino con chupete y luego aparecía flaco desgarbado con un flequillo que le cruzaba la cara para ocultar su adolescencia.
O el Dandy, peinado a la gomina que tomaba sol en un grupete distinguido sobre una cubierta de un barco en San Isidro, era el abuelo con cara de abuelo de la foto de al lado, sentado junto al fuego y un nieto por rodilla.
¿Ésta sos vos? Naaaaaaa... ¿¡Jugabas al tenis!? Claro, cómo la foto de esa mina veinteañera, raqueta en mano boquita corazón, va a ser tu abuela. La misma que te abraza en esta otra. El tiempo se ensaña con uno, mi dios...
Y sí. Si jugás a mezclar el mazo de tu vida y a dar vueltas las cartas sobre un tapete de curiosos, seguro aparece el as filoso del tiempo y te liquida sin piedad.
Reglas del juego.

Soy partidaria de dejar el último álbum, el del último nieto, el del último cumpleaños, el de las últimas vacaciones, el del último amor, sobre una mesa, el tiempo que dure el entusiasmo, y que lo mire quien tenga ganas, como tenga ganas. (Mientras tanto nosotros podemos usar el dedo, por ejemplo, para dibujar corazones en la humedad de los vidrios o hacer girar el hielo en el vaso de whisky)
Cabe aclarar que encontré una diosa que ordenó hace años mis fotos y otra que las clasificó para ser entregada a cada pichón en su vuelo, porque fuertes vendavales hacían peligrar el nido. Y yo no andaba con las fuerzas para construir otro.
Es mi tercera visita a esta Villa. Nunca deja de maravillarme, cualquiera sea la época del año.
La conocí hace muchos otoños, en viaje sobre un fabuloso Citroen Ami 8. Prestado. Luego volví en una poderosa 4 x 4 japonesa, a Villa Manzano, por supuesto, con la nieve cayendo por un ventanal a ocho trancos de mi cama y a dos del lago y filmé todo y subí al Refugio del Centro de esquí del Cerro Bayo y tomé chocolate sentada al sol con anteojos espejados y todo eso. Porque era rica.


 Y sigo haciéndolo, esta vez con Cecilia, por el centro de la Villa.
Nos sentamos en un banco de un paseo entre coquetones locales comerciales de montaña, a tomar sol. Y a escuchar a Rosana que suena a mil porque el pastelero de la Panadería de enfrente convida Lunas Rotas a todos los que estamos rendidos al sol sobre unos bancos.
Vaya uno a saber que fibras le tocó esta enigmática mujer de ojos increíbles sentada a mi lado cuando le pidió un poquito más de volumen.

No voy a mencionar pormenores de los primeros feítos 45 minutos que estuve jineteando una descompostura fenomenal que me bajó en reiteradas oportunidades del lomo del inodoro, cuando cojudos retorcijones me hacían subirlo otra vez. Para qué. A quién le importa.
Salí blanca y desarticulada.
En la puerta me esperaba Cecilia sin poder creerlo. Había llegado a conocer el mentado Paraíso de Villa La Angostura y no dejaba de preguntarse que hacía, desde que bajó del ómnibus, parada en la puerta del baño de una terminal sin entender por qué yo cada 10 minutos salía de un baño y me metía en otro.
En fin... Insisto, a quién le importa.



Y ahora acabo de llegar dentro de un colectivito que me cobra $ 8 el pasaje desde Bariloche para estar sólo unas horas porque con una bici a cuestas y una pequeña mochila seguiremos hasta El Bolsón. No viene al caso ponerme a analizar, justo ahora, si he evolucionado o involucionado. En verdad, a este Paraíso los disfruté en todas mis instancias.



 Para aprovechar el tiempo restante, decidimos revelar un rollo de fotos. Dije que no me gustan las fotos, ¿no? A uno le roban el alma, aseguraban los antiguos. ¡Qué tortura! Tanto cuando me avisan que me quede quieta, cosa que me resulta ya harto difícil y entonces viene el: no pongás ésa cara, porque jamás doy con la cara apropiada. O no me avisan y es peor, porque, qué querés... cada uno sale como es. Como sea, la imagen que tengo de mi misma no se parece en nada a la mina desalmada y espantosa, que revela la foto. Traumático.


Haré contactos, decide Ceci. Pequeñas fotos, muestras que, si te gustan se hacen en tamaño normal o en tamaño exagerado si alguna foto te pega fuerte. Ella entiende la trastienda de este asunto. Total por $ 4, dice, tenemos un paneo del asunto. Perfecto. Mejor chiquitas. No creo que ninguna mía le pegue fuerte a nadie como para exagerarla.
Dejamos en una casa de fotografías el rollo y nos metemos en una confitería a tomar chocolate, comer chocolate, oler chocolate, y a convencernos que, por una vez que lo probemos en todos sus estados, no nos va a matar. Yo, después de lo pasado por tres inodoros diferentes, (porque había que salir como si nada y entrar en el de al lado como si nada) me animaba hasta digerirlo en pelo.
Bien, ansiosas por las fotos, a qué negarlo, las retiramos y nos vamos a la terminal.


Hay testigos, sí señor, calculo las tres cuartas partes del pasaje que regresa con nosotros. Nadie puede subir porque el colectivo aún está cerrado. Entonces... ¿qué hace la gente cuando espera parada junto a un colectivo? Nada. Mira. Nos mira. Nos reímos tanto que da calambre, literalmente. Escondiéndonos una detrás de la otra para ocultar el desborde. Tentadas por las benditas fotos. Y aún no lo sé si eran fallas que tenían que ver con los contactos o uno es así y ni sabe, porque nadie se atreve a decírselo.

Una en especial pasaba de mis manos a la de ella y como papa caliente volvía a las mías y así dale que va. Podría ser una foto cualquiera.
Nada en especial.
En un andén junto al Tren Patagónico en la estación de San Antonio Oeste, cuando salíamos de viaje. Congelando el maravilloso momento de la partida. De rutina. ¿Tiene algo que ver quién la saca? ¿Qué energías se ponen al enfocar? No lo sé. Tal vez sea eso. Una al lado de la otra. Muy juntitas. Felices por el viaje a emprender.

De arriba hacia abajo se podría decir que, de caras bien. Sonrisas de juguetería. Pero de ahí en más yo no sé que pasó porque una palma por debajo de los hombros las dos comenzamos a ensancharnos y no cesa el efecto hasta dos dedos por encima de las rodillas. Las piernas se nos han acortado con prendas y todo. Nos tira la entrepierna, entonces los tobillos de ambas y los pies muy juntitos, destacan en el caso de Cecilia, zapatillas plateadas, y en el mío viejos borcegos que completan por debajo el aspecto general de vasijas. Dos vasijas prontas a ser cargadas en el convoy.

Qué terrible. ¿La foto? No. No dejar de reírnos hasta la mitad del camino de regreso a Bariloche. Posiblemente algún bisnieto la encuentre entre las hojas de un aburrido libro (por esto de esconderlas muy bien porque romperlas trae horribles desgracias) o entre los escombros de la gráfica de mi vida salida de alguna bolsa. Tendrá exquisita diversión a muy bajo costo.

 Cuando logramos controlarnos y sin mirarla, corro el riesgo de comenzar otra vez, le digo: Gorda... somos re inteligentes las dos... qué re bueno. ¿Viste?
¿Por?... me pregunta con ojos llorosos.
Porque dicen que las personas re inteligentes, así como nosotras, tienen sentido del humor. Se ríen de sí mismas. Me pone re contenta que podamos lograrlo. Me re tranquiliza.
Má... córtala querés...
No puedo. Esto es muy fuerte para mí. Ché... en serio, fuera de joda... los líquidos de revelados en La Angostura... ¿acortan los pantalones?





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