12.16.2006



SENDEROS

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Foto: Rubén Sotera


Dispuesta a trepar hasta el cielo y asomarme al otro lado del mundo, salgo y tomo el camino cubierto de hojas húmedas que bordea las chacras linderas al Hostel.
Llego a la ruta 40 (ex 258) y sigo hacia el sur. Camino por la banquina unos 4 kilómetros y antes de llegar al Paralelo 42, tomo el acceso al Cerro Piltriquitrón, sobre la izquierda de la ruta. Ingreso a Villa Turismo.
Salí del Hostel a las 10.30. La cumbre del Piltriquitrón está a 2.260 metros sobre el nivel del mar.

¡Ea, Cumbre... no te muevas de ahí que ya voy!

Comienzo el ascenso entre las cabañas semiocultas por los árboles y cercos de los jardines de la Villa. En auto sólo llegás hasta la Plataforma de Parapentes, 14 Km más arriba. Luego, dicen, allí se termina el camino y uno sigue por un sendero.
Y basta que alguien mencione la palabra sendero para que inmediatamente por mi médula, venas y piel de serpiente comience a fluir una poderosa energía que me pone en movimiento. No sé si se trata de locura innata o adquirida. No viene al caso analizarlo porque, como sea, me gustan los senderos y recorrerlos me llena de satisfacción.

Una camioneta se acerca por detrás. Por el ruido, viene subiendo a mil Es de color claro, trompa ancha y cuadrada, doble cabina. Supongo tiene sus años. Patente blanca. Extranjeros. Gringos.

Cualquiera de mis hijos diría en el acto, marca, modelo, año y cualquier reforma o agregado que le hubieren hecho a su diseño original. No es mi caso. Aunque mencionar los datos referidos denota una esmerada observación de mi parte.

Pasan a mi lado y el bochinche lo produce la caja cuando salta sobre las irregularidades del terreno. Alguien me saluda desde adentro. Saludo.
Fantaseo con hacer dedo: acorto tiempos y alivio esfuerzo. Pero desisto porque el objetivo es otro.
Bay, bay camioneta.

Cruzo la villa y luego comienza el camino que serpentea por la parte inferior del cerro. Más adelante me encuentro con la entrada de un atajo indicado por Marcelo (Brzl) en el Hostel, apenas referida por un pequeño poste clavado entre la abundante vegetación. Sigo por un sendero mágico, silencioso. Oscuro y fresco. Increíble.
No tengo el talento de Neruda para describir este universo vegetal con un puñado de palabras, hacerlo transferible. Lo atesoro para mí en experiencia íntima, personal. Prefiero que me quieras a que me digas que me quieras.

Doy con una vertiente de agua clara. Mojo mi cabeza y bebo un trago.
Retomo luego el camino. Creo que acorté dos grandes curvas. No traigo mapa conmigo y no hay demasiados carteles. Mejor, así no me engancho calculando mentalmente distancias y tiempos.
Las señales, discretos referentes, aparecen exactamente en el momento que me quedo sin aire. De algún modo me dicen: Ey, no subís sola. Acá estoy yo diciéndote que más adelante viene algo digno de tu esfuerzo. Mové el culo.

(Si uno afirma las piernas abiertas desde la cadera, apoya bien los pies y usa el culo como timón, tranco a tranco, asciende)

Apenas un rústico cartelito pintado a mano me indica 2 Km a la base de los parapentes. Me parte de gusto el cartel. Un sincero aliento a mis ganas de acostarme panza arriba, brazos en cruz, aquí, en el medio del camino.
El ascenso no se me hace fácil por mis años y, aunque mi estado no es malo, el esfuerzo es permanente, hay que sostenerlo y a medida que subo, la presión baja, o sea, mi ritmo cardíaco se hace sentir en las paredes de mi pecho. Encima, tengo el corazón grande. Así dicen los electros, y mis queridas tías viejitas cuando me exageran.
Un porfiado esguince de tobillo comienza a molestar.

Wuaw! Qué vista. Qué silencio. Qué paisaje. Ni un alma a la vista.
El sol está justo arriba de mi cabeza. Hace calor. Estoy empapada, sobre todo donde apoyan las cinchas acolchadas de la mochila. Ya me saqué un buzo, ahora solo me queda una remera de manga cortas. En los sectores del camino donde no da el sol mi sudor se vuelve frío, agradablemente placentero.


Llevo 3 horas de ascenso. Escucho el motor de un vehículo cuando sube. Y lo hace lentamente porque el camino está cubierto por piedras que asoman de la montaña. Otra camioneta doble cabina. Esta vez, amarilla. Por las inscripciones en las puertas es la gente que está con los vuelos de los parapentes. Hermosa sonrisa de una mujer que saluda, Y puede volar, pienso. Y volar sobre los faldeos de estas montañas ha de ser una experiencia alucinante.
Justo enfrente al Hostel, dentro del predio hay un poste con una manga blanca. Me dijeron que los parapentistas terminan su viaje ahí. No puedo dejar de comparar mi esfuerzo con la aventura de bajar por el aire y posarme a metros de la entrada al Hostel. Otra idea que me tienta.

Sigo y sigo y llego a la plataforma. Una arcada realizada en troncos da ingreso a la misma a mi derecha. Un tronco a mi izquierda tiene clavados unos carteles: al Bosque Tallado, al Refugio del Piltri. Enfrente, otro indica, en líneas generales, que hay que subir siempre acompañada, mejor si es personal especializado. Por cuestión lógica, por si reventás como un sapo, como sería mi caso. Ni pensar en ayuda inmediata porque, convengamos, no es una ruta harto transitada.
O sea, si sobrevivís a tu propia estupidez y lográs bajar, no vayas a echarle las quejas a nadie.

OK. Bien copiado.


Aquí comienza el sendero que lleva al Bosque Tallado. Pues bajo estos carteles me siento, ¡por primera vez! Me hidrato con mandarinas y agua. ¡Delicioso manjar! Cáscaras a una bolsa, aunque es orgánico, y bolsa a la mochila. No vi basura en todo el trayecto. Nada. Ni un papel.
Me saco la remera empapada y la sujeto, como la capa de Superman, sobre la mochila para que se seque. No creo que a los duendes del bosque los asombre una mochilera en tetas.
De ahí en más el sendero se hace más empinado aún. A lo lejos veo un sector de la montaña, con menos vegetación, con árboles grises, secos.

Mientras subo miro sobre la tierra suelta del sendero diferentes rastros de zapatillas. Deduzco, y no de una canchera ojeada como lo haría mi amigo Alberto, sino a través de meticuloso estudio a lo largo del trayecto que, uno del grupo de 4, de huellas pequeñas y contextura liviana, por momentos levita.






El Bosque Tallado responde a una convocatoria para escultores a fin de convertir un sector del faldeo de la montaña, seco, quemado por un incendio, en un paseo artístico. Allí se exhiben esculturas talladas sobre troncos secos y fueron creadas por artistas locales y de distintos puntos del país, en encuentros realizados en los años 1998, 1999 y 2003.
Un paseo, doy fe, que resulta digno de visitar aunque haya que trepar lo que hay que trepar. Impresionante. 31 tallas, obras monumentales erigidas en la penumbra vegetal de una montaña a 1.400 metros de altura. Es algo groso.

Me detengo bastante tiempo, entretenida, camino por el paseo de esculturas, escucho los sonidos del bosque, huelo pequeños detalles que se volverán fuertes improntas en mi memoria. Es una sensación mágica estar aquí arriba, sola, rodeada por formas que renacieron en este rincón del universo. Vaya uno a saber para qué misión cósmica se sacudieron de encima astillas secas y desnudas muestran lo que son.
Para mí.
Para mi exclusivo gozo.
Me gusta pensarlo así. Porque hoy estoy frente a ellas casi desnuda también, en extraña misión. Sin poder visualizar aún en el tapiz de mi vida, el dibujo del que soy parte.
Como sea, disfruto del momento.

La vieja Ané me dice que me ponga de una vez la remera, que me va a agarrar un pasmo y que, además, para qué andar calentando maderas que ya tuvieron sus fuegos.
Bien. No quiero enfriarme, porque me falta todavía un trecho.
Dejo las esculturas atrás.

El atrás en la ladera de una montaña es un paisaje cada vez más ínfimo. Me despojo de la placenta vegetal en la búsqueda esquiva de una apertura que me sucede más arriba. Y transcurre en el momento lento de un paso detrás de otro, una profunda inspiración tras otra mientras mi corazón aguanta.

Las tallas, anuncian en Turismo están a sólo 45 minutos de la base de parapentes. Ahí nomás. Y claro... 45 minutos en las casi 4 horas que llevo, no es nada. Y es un montón. Porque es el tramo final del ascenso.
Algunos carteles del refugio bajan a darme la bienvenida.

No sé quién esta ahí arriba pero comienzo a sentirlo un amigo, un viejo amigo que sabe de qué se trata mi esfuerzo, porque conoce y cuida como a sí mismo este lugar, porque lo ha elegido para vivirlo, porque de alguna manera espera a alguien que sabe que se irá. Y quedará a solas otra vez con la montaña. La sola idea me anima en los últimos metros.

Necesito un abrazo. Que alguien me diga: Bravo, Ana, por tener las ganas de no quedarte con las ganas.
Y por haber llegado hasta aquí. De veras lo necesito.
Cuernos... No sé si me lo dije o lo grité. Me parece oír mi voz rebotando entre las paredes de los cerros.

Un ladrido me recibe. Sigo subiendo y luego asoma el pelaje amarillo dorado de un perro, acaso un Collie. Y detrás, a medida que subo por un terreno de gramilla comienza a aparecer poco a poco, un techo oscuro de madera a dos aguas, luego unas rústicas ventanitas en la parte superior del frente.

Y en el frente, sentados sobre los escalones de la puerta abierta de un refugio, el Refugio del Piltri, un grupo de locos aventureros como yo.


El refugio con nieve



De la misma manera, en espejo, también les aparezco al perro y al grupo que me mira. Asoman mis pelos empapados de sudor, luego mi cara quemada por sol, mis trapos enroscados en el cuello, mis sueños en la espalda. Sin aliento, vestida con mis viejos pantalones de campo, mis zapatillas de trekking, rengueando por mi tobillo hinchado y una legítima felicidad que flameo como emblema.

El terreno de gramilla se nivela y se convierte en una hermosa explanada bajo una pared de montañas. Más arriba aún, veo la cima.
Me saco la mochila y la apoyo en el piso. Suspiro.
Entonces alguien se desprende del grupo y diciéndoles no sé qué cosa a los otros, viene corriendo a mi encuentro y me abraza.
Me siento de maravillas dentro de su abrazo.

Ojos ligeramente inclinados hacia arriba, alto, morocho, pelo largo. Fuerte. Fuertísimo.

Yo lo pedí. Pero es demasiado para mi gusto.


–Justo para el mío. –acota Annette.


Agradezco a Carlos Rey la foto del Refugio.

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