12.06.2006



LA GUARDIA


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El reencuentro con mis compañeros del Hostel es emotivo. Ellos bajaban del Cerro Lindo y yo del Piltri. Traemos en nuestras espaldas el espacio, el aire, los recovecos, la plenitud de la montaña. Somos los mismos pero diferentes.
Tengo que definir lo antes posible el resto de mi vida. O me vuelvo a Bariloche para tomar el tren que sale en dos días hacia San Antonio o me quedo y sigo en XR hacia Lago Puelo, El Hoyo, El Maitén, Epuyén, hasta Cholila.
No hay mucho que pensar.
Me queda solucionar el problema del tobillo. Decido acercarme a la guardia del hospital para que me indiquen algún analgésico o la gravedad del asunto.

El valle de El Bolsón está rodeado de montañas, ergo, oscurece más temprano y si a esto le sumo el otoño, no es extraño que vaya caminando hacia el Hospital por un camino de sombras. Apenas lo iluminan las luces del Hostel y en la esquina la débil luz de una lamparita sobre el puentecito de un canal.
Más adelante parpadean otras luces entre los árboles donde funciona una pequeña fábrica de cerveza artesanal.

El hospital, una vieja construcción con techos a dos aguas, tiene su puerta de acceso frente a la panza de la D que conforma el dibujo de la plaza principal del pueblo.

Una mañana, hace tiempo lo conocí por una empecinada náusea que me pesqué en el zigzagueante camino del Cañadón de la Mosca y que me dejó desencajada el resto del día. La felicito señora, está embarazada, fue el diagnóstico del médico luego de revisarme.
Verde de vomitar bilis y con los ojos llorosos por las arcadas no recuerdo si le di las gracias. Digamos que en este lugar inicié el camino por mis primeras nueve lunas.
Ha pasado mucho tiempo, vaya que sí, ¡31 años! y 3 maravillosas nueve lunas más de ojos claros.
¿Será la misma construcción? Como sea, ahora, luego de la subida al Piltri, gesto apenas el dolor de un viejo esguince mal curado.

Ingreso a la sala de espera y en un rincón tres mujeres sentadas muy juntas, frente a un calefactor comen lo que sacan de una bolsa. ¿Tortas fritas? En el medio de la sala un hombre, de pie, sostiene un nene en brazos. El nene duerme con la cabeza apoyada en su hombro.
Saludo y pregunto si están atendiendo. Las mujeres se miran entre sí pero ninguna me contesta.
Bien. Me siento y espero.
Miro. Miro las paredes que tengo alrededor y me pregunto, así al pasar, cuánto tiempo puede llevarle a la persona que limpia, seguro hay alguien que limpia, sacar los viejos pegotes adhesivos de viejos anuncios. O, sigo mi lenta recorrida, cuanto tiempo necesitan cualquiera de los que trabajan aquí para darles una mano de pintura a los dos descascarados bancos de madera.
Con la cantidad turistas que visitan El Bolsón (recurramos a las estadísticas) con las divisas que dejan, sigo carburando ¿ninguno puede poner en marcha las energías para conseguir los recursos para una lata de pintura y dos buenas lijas?
Dicho con todo respeto, limpiar la desidia que suda el lugar.
Irremediablemente cada vez llego a igual resultado: si a nadie de los que usan o miran el lugar les molesta... el problema es mío.
En franca autocrítica, mientras espero bien podría ponerme a hacerlo. ¿No?

Mi ánimo decrece a medida que se agranda mi tobillo.
Estoy acostumbrada a los avatares de los centros de Salud Pública. Recurro a ellos. Sé qué se respira adentro. A qué huele la miseria cuando debilita y enferma. Me han salvado. Y han salvado y curado a mis hijos.
Conozco lo que permiten, por ejemplo las campañas gratuitas de cirugías reparadoras del Dr. Claudio Angrigiani y su equipo. Nomás espiemos su excelencia por Internet. Por cierto no sé si a él le molestan los pegotes en las paredes cuando viene a El Bolsón. Suelen molestarlo asuntos más de fondo.

Me acerco al grupo del rincón y pregunto si algún médico está atendiendo. Una de ellas me dice que no. Que hay que esperar porque están ocupados.
O.K. Gracias. Me siento.

Están cenando, agrega otra.
¿Qué están qué...?
Cenando, me dice en tono más alto.
Decíme que entendí mal, no le digo.
Hay que esperar que terminen de cenar, aclara.
Oh... no.

El nene, en brazos del hombre, se queja. El hombre lo mira. El nene está húmedo. ¿Tiene fiebre? Pregunto. No me contesta. O asintió o negó con la cabeza y yo no lo advertí.
Bien. Si hay que esperar, espero. Son las reglas. Al país donde fueres haz lo que vieres, decía Angelita, mi madre.
La luz del interior es deprimente. También.
Después de todo, Ana Yalour, a ver... ¿qué pretendés de una sala de espera de un hospital? ¿Qué pase un mozo ofreciéndote canapés y daiquiris o algunas revistas para hacerte más grata la espera? Con los presupuestos que asignan a salud, lo bueno sería que tengan algo de algodón. En la mayoría de los casos los hospitales tienen lo necesario por el empeño y trabajo voluntarioso de la gente de las cooperadoras.

Me duele el tobillo. Ya aflojé los cordones de la zapatilla. La hinchazón se nota por sobre la media.
Las mujeres ahora ríen. Pienso que en ese rincón del hospital están mucho mejor que en algún otro lugar.
Digo... ¿más o menos cuánto tiempo dedicarán a la cena? Y me pregunto también... ¿cuántos comensales puede tener la mesa de una noche de guardia en el Hospital de El Bolsón?
¿Dónde está el error?

Han pasado unos 20 minutos (no cuento el tiempo anterior a mi llegada) y las punzadas de la hinchazón debilitan mi paciencia.
Me levanto. Me duele el pié porque se ha enfriado. Voy rengueando a la puerta de dos hojas de la guardia. Las mujeres se dan vuelta y me miran. Golpeo, nada, golpeo otra vez.
Una de ellas me recuerda que están cenando, por si no lo entendí. No me importa, no le digo.
Insisto, golpeo más fuerte.
Espero. Finalmente, en el borde mismo de algún indeseable abismo, se abre la puerta y se asoma una enfermera.
El hombre con el nene se acerca.
Sí. Qué necesita, pregunta la mujer. Un médico, contesto. Y el señor también, agrego. O sea, necesitamos un médico.
Ya los van a atender. Enseguida. Están ocupados. Tienen que esperar un poco, ahora están en la cena. Y cierra la puerta.

Mentíme pienso, decíme que están operando, que le están sacando un hacha de la cabeza a uno, que están enredados en un parto con cordón al cuello, inventá algo, Tesoro, pero no me digas que están cenando. No. Eso no.
El hombre retrocede manso y se sienta. Yo no me muevo de ahí, enfrente de la puerta. Algo pesado de descolgó del techo y me cayó encima. Me clavó ahí.
El nene tose.

Golpeo la puerta. Toc, toc. toc. Silencio en la sala. De ninguna manera nadie quiere perderse lo que se viene.
Golpeo otra vez.
El hombre, habla por primera vez y me dice manso: pasa que están cenando. A ver si lo entiendo. De una vez para siempre. Pero no lo entiendo.
Veamos... entiendo que tienen que comer, claro que sí, entiendo también que luego de un tiempo prudencial, hablamos ya casi de 40 minutos, la guardia de un hospital da para que uno de ellos, no sé cuantos son los que están cenando, sólo uno se levante y vaya a ver de qué se trata. La enfermera misma que se asome al dolor de la sala. Que salga a chequear qué cosa física nos sucede, que desajuste nos lleva a esa hora a la guardia de un hospital. (Dejemos afuera los trastornos mentales y/o emocionales para no complicar) Y entonces... me dispondré a esperar con toda mi paciencia. Un poco de consideración es lo que pido. Pero no quiero que me digan que están cenando.

Golpeo más fuerte. Espero.
Se abre de nuevo la puerta y asoma la misma enfermera; verifica que somos los mismos; que soy yo la que golpea otra vez.
Oíme, necesitamos un médico. Yo necesito un médico. ¿Podrá venir algún doctor? (Se lo pido en buen tono. Lo juro)
Ya les dije que enseguida los van a atender pero tienen que esperar que se desocupen, lo dijo en igual tono al mío. Y vuelve a cerrar la puerta.

Miro a las mujeres, al tipo. Nadie dice nada. El nene ahora no llora.

Salgo de ahí. Necesito salir. Me voy. Afuera hace frío. Mucho frío. Sigue la punzada en el tobillo. Fantaseo una carta de lectores, nota a Turismo, recurro a las palabras, mis aliadas, carreteo y vuelo. Ataco. Trepo por las ventanas hasta dar con la maldita cena, no me importa el qué querés que haga... yo hago lo que me mandan que seguro llega de la enfermera. Sacudo al tipo de la sala. ¡Ey! En una guardia de un hospital, sea lo que sea y hasta que se sepa, uno es más importante que la cena de cualquiera. ¡Reaccioná, carajo.
Pero no hago nada. Sólo planeo aferrada a las patas de mi odio, en vuelo rasante por las calles silenciosas de un pueblo.

Tomo por el camino oscuro de las chacras que ahora me lleva de vuelta al refugio y regreso regurgitando mi cobardía.
En el país donde fueres haz lo que vieres.
Sí Angelita, tenés razón. Al país donde fueres... haz lo vieres... Veo que hay que agarrar un fusil y de una patada, tirar la puerta abajo. He visto hacerlo en el cine. Apoyarle a quien corresponda el caño en alguna parte blanda y decirle bajito, casi sin abrir la boca: atendé o te vuelo las pelotas. Eso veo. Así de claro.
Qué paz me da pensarlo. La divina y reparadora paz que necesito en este momento.

No hago nada. Siento otra vez que el problema no es de ellos. Es mío. Ellos están preparados para esperar. Todo el tiempo que sea. Porque es así. Porque siempre fue así. Y seguro va a seguir siendo así si ninguno de ellos hace algo. Esperarán el tiempo que sea. Se resignan de una manera que yo no la aprendí.
No sé si en definitiva mis compañeros de sala son sabios. Y yo una imbécil.
No tengo derecho a alborotarles el avispero. O sí. No sé. Sinceramente no sé. No sé si tengo derecho a golpear impaciente una puerta cuando ellos mismos me están diciendo que ya saben porqué no los atienden.
Hay códigos que me pierdo por no ser del lugar. Los estoy poniendo nerviosos, a todos. Las soluciones están en otro lugar. Seguro que apoyando los caños en otras pelotas. O no.

Tranquila, Anushka.

Llego al Hostel desarmada luego de una batalla inútil, con mi pie a la rastra y atravesada por el asco. Me siento enfrente al fuego que ilumina el fogón.
Esta maldita noche, arrollada en mis propias brasas, me siento una gringa que da vueltas entre mis manos la imagen de una sala de espera de un hospital de la mítica Patagonia. Una jodida gringa invadiendo sus espacios, violando sus códigos, imponiendo mi credo.
Intentando convencerlos en extraña lengua que sean tan necios como yo.
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Lei por Internet que han remodelado y ampliado al Hospital de El Bolsón. Es una buena noticia. Excelente noticia. Ojalá, más allá de los aplausos, lo equipen con lo que un hospital necesita.


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